El hombre del lápiz


Publicado en Castelló al mes, diciembre 2012.
Hoy se cumplen cinco años de nuestra relación. Al principio no podía soportarlo, ahora ya estoy acostumbrado. No sé su nombre. Es un tipo de apariencia normal, lleva un traje gris que hace juego con su escaso pelo en las sienes, y tiene una cara bastante común. Lo conocí, como he dicho, hace cinco años, una mañana que hacía mucho calor. Yo estaba sentado en un banco en la plaza, leyendo el periódico. De repente sentí que algo me tocaba la cabeza. Era el mismo hombre que ahora, mientras escribo, me sigue golpeando, mecánicamente y sin inmutarse, con un lápiz.
En esa ocasión me di vuelta lleno de indignación, pero él siguió golpeándome. Le pregunté si estaba loco, pero ni siquiera pareció oírme. Entonces lo amenacé con llamar a la policía. Permaneció imperturbable, fiel a su tarea. Después de unos momentos de indecisión, y viendo que no iba a cambiar su actitud, me puse de pie y le di un puñetazo en la nariz. El hombre cayó al suelo y dejó escapar un gemido casi inaudible. De inmediato se levantó y sin decir una palabra comenzó a golpearme en la cabeza con el lápiz. Su nariz estaba sangrando y, en ese momento, sentí pena por él, remordimiento por haberle golpeado con tanta fuerza. Después de todo, el hombre no me daba de forma contundente, se limitaba a golpearme ligeramente con su lápiz, sin causarme demasiado daño. Por supuesto que era molesto, como cuando una mosca se te posa en la frente, que no sientes ningún dolor en absoluto, pero sí molestia. Pues bien, ese lápiz era como una mosca gigante que aterrizaba en mi cabeza una y otra vez a intervalos regulares.
Convencido de que estaba tratando con un loco, traté de escapar. Pero el hombre me siguió sin decir palabra, mientras me golpeaba. Así que empecé a correr. El pobre hombre no podía seguirme, estaba jadeando y resoplando, por lo que pensé que si yo seguía obligándolo a correr, mi torturador caería muerto allí mismo. Ralenticé el paso. Lo miré. No había ni rastro de gratitud ni de reproche en su rostro por haberlo esperado. Se limitó a golpearme en la cabeza con el lápiz. 
Pensé que era mejor volver a casa. Él, sin dejar de pegarme con el lápiz. Todo el mundo se volvía estúpidamente a mirarnos. Se me ocurrió decirles: ¿Qué estáis mirando, idiotas? ¿Nunca habéis visto a un hombre golpear a otro en la cabeza con un lápiz? Pero se me ocurrió que probablemente nunca lo habrían visto.
Cuando llegué a mi casa, traté de cerrarle la puerta en las narices. Pero él puso el pie en el portal y logró pasar. Desde entonces, no ha dejado de golpearme en la cabeza con su lápiz. Hasta donde yo sé, nunca come ni duerme. Su única actividad consiste en pegarme. 
Le he pedido, en muchas ocasiones y en todos los tonos posibles, que me explique su comportamiento, pero ha sido en vano, él ha continuado sin hablar golpeándome en la cabeza con su lápiz. Muchas veces le he golpeado yo, pero él acepta dócilmente mis ataques como si fueran parte de su trabajo. A pesar de su falta de necesidades fisiológicas, sé que cuando lo golpeo él siente dolor. Sé que es mortal. Pero no sé si después de muerto seguiría golpeándome la cabeza con su maldito lápiz.
Por otro lado, recientemente he llegado a la conclusión de que no podía vivir sin esos golpes. Ahora, cada vez con mayor frecuencia, padezco una ansiedad derivada de la idea de que este hombre, tal vez cuando más lo necesite, partirá y ya no volveré a sentir su lápiz en mi cabeza.

2 comentarios:

Simonetta Carta dijo...

Como decía Gurdjief:
"Los hombres son máquinas, y de las máquinas no puede esperarse otra cosa que acciones mecánicas."

Enhorabuena Joan, una obra maestra!

Rafa Jinquer dijo...

corto, fuerte, intenso...... ¿café?
Noooooooooo.......
telegrama,
epístola,
gregorio samsa
y alicia en el de las maravillas

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