A veces oigo cosas sobre el destino


Columna publicada en la revista Arrels, noviembre de 2014.

A veces oigo cosas sobre el destino que me hacen recordar cuando, una vez, visitando las instalaciones de la antigua estación de trenes de Castellón, en los días previos a ser parcialmente derruida, pude ver los restos de las dependencias ocupadas anteriormente por la oficina de Correos que allí había. Ya estaba desalojada, pero no pude evitar la tentación de echar una ojeada a la habitación, por si había quedado olvidada una carta, una postal o una felicitación de cumpleaños o navidad nunca entregada. No encontré nada. La razón de mi interés se basaba en que, en una ocasión, alguien me contó que en la oficina de Correos central existía una sección, tal vez un cajón en uno de los gigantescos archivadores de metal gris que habían dejado para el chatarrero, donde guardaban las cartas que no podían ser devueltas. Ya se que todos los años se deben devolver miles de cartas porque aquellos a los que van dirigidas se han esfumado, la dirección está mal puesta, o simplemente resulta ilegible, pero debe haber otras que no puedan ser entregadas por la misma razón, y tampoco devueltas porque no llevan remite. Supongo que la oficina de correos las conservará durante un tiempo por si alguien las reclama, y luego serán destruidas. Me imaginé a mi mismo encontrando una de esas cartas, una redactada con una letra bellísima, una carta de amor que una mujer escribía a su amante, una misiva angustiosa escrita con pasión y prisas, tantas que había olvidado poner la dirección de la remitente. O quizá la carta de una relación imposible y secreta. Unas letras donde la mujer le pedía perdón a su amado por algo que había hecho y le proponía un lugar y una fecha para una próxima cita si era perdonada. Evidentemente su amante no llegó a recibir nunca la carta y ella debió acudir a la cita y pensar que había sido rechazada. Me imaginé encontrándolo ahora y diciéndole al destinatario que aquella mujer no había dejado de amarle y que por azar, su felicidad se quedó encerrada en el cajón de un viejo archivador de la oficina de correos. O quién sabe, quizá si el destino no los hubiera separado tal vez no hubieran vivido una vida feliz lejos el uno del otro. En fin, no había carta, y aunque la hubiera, ya decía Virgilio que lo que ha de suceder, sucederá.

1 comentarios:

Recomenzar dijo...

Rafa no se quien sos
me gusta lo que leo
somos tantos los que anidamos almas con encuentros
Un abrazo desde una Miami feliz

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