Así empieza El asesino gourmet. a mi me da hambre

Me armé con un cuchillo cebollero y salí a cazar. En mi cara se dibujaba una sonrisa maléfica. Llegué a su casa, era de noche. Abrí silenciosamente la puerta y recorrí con la mano la pared de la izquierda hasta la caja de luces. Hice saltar el fusible. Con el sonido se despertó mi víctima. Oí cómo pulsaba el interruptor de la luz sin lograr nada. Sabía que estaba asustado. Intentaba ver más allá de sus narices dándole repetidos golpes a la clavija pero la luz no se encendía. Aunque la situación era común, simplemente se había ido la luz; oír un ruido en la puerta y que no se encendiera la maldita bombilla le daba miedo. Yo lo notaba. ¿Quién no ha tenido miedo alguna vez aún sabiendo que existe una fácil y lógica explicación a lo que está sucediendo? ¿Quién no ha sentido pánico ante alguien alguna vez? Entré y me senté en un sillón a esperar que mis pupilas se acostumbraran a la oscuridad. Noté su presencia dirigiéndose a la puerta de entrada a ver qué había pasado con la caja de los fusibles. Me gustaba pensar que sentía la presencia de algo maligno dentro de su casa. Cada vez se asustaba más. Iría a por él. Yo, el asesino, le asfixiaría, le mataría. Tras levantar la clavija, intentó encender la luz de nuevo. Por fin funcionaba. Pero fue peor. Abrió los ojos y mi imagen entró en su retina para pasar a su cerebro con tal brusquedad que rebotó dentro de su cabeza. Intentaba buscar el sentido, el pobre. Sin embargo, no encontraba una explicación satisfactoria al hecho de que el hombre que se levantaba rápidamente del sillón no fuera un extraño. Cerró los ojos en un vano intento por hacer desaparecer mi figura de la habitación. Tiempo suficiente para alcanzarle. Quiso moverse, quiso gritar, pero mi cuchillo cebollero ya iba a toda velocidad hacía él. Al fin gritó. Sólo una vez, antes de ser apuñalado en la garganta. Pude escuchar cómo su corazón se paraba de golpe. Sonreí fríamente. Fuera llovía. Los truenos de la tormenta resonaban en la habitación, y empequeñecían la luz que se había quedado encendida, creando sombras tenebrosas en las paredes cuando el resplandor de un relámpago atravesaba la ventana. Comencé mi misión. Giré el pomo y abrí la puerta de la cocina. La luz entró en la habitación. Me emocioné ante lo que iba a hacer. Todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo se movían de forma coordinada y sin freno. Tras preparar todos los aperos culinarios volví hacia el cadáver. Los ojos de la gente siempre me han inspirado miedo. Se los cerré. Sangraba mucho aún. Me acerqué como un animal salvaje y saboreé la sangre que bajaba por su herida; sabía muy bien. Me encanta el olor y el sabor de la sangre. Los deseos de muerte coexisten entre nuestras emociones junto con los deseos de vida, al igual que los sentimientos de amor y odio que forman parte de nuestra existencia. Cualquiera es capaz de agredir o matar, aunque las razones sean muchas y muy diferentes, pero cuando el único propósito es el de lograr satisfacción, matar por el placer de hacer daño, cabe hacerse la pregunta de quién y por qué. El quién soy yo, el asesino. El porqué tiene que ver con la gastronomía. Deseaba sacarlo de su propio cuerpo, como si su piel fuera un guante. Le rodeé como un buitre a su carroña. Sin prisas, saboreando el momento, como el cazador que tiene todo el tiempo del mundo para recoger la presa abatida. Cogí el cuchillo y agarrando su fino cuello lo terminé de degollar. No sentí nada. No tenía alma. La sangre caía a borbotones, manchando el suelo, su ropa y hasta a mí. Comencé a cortar. Amaba la sangre salpicando mi cara. Llovía. Llovía despacio y finamente. Hacía horas que llovía. Pero no hacía frío. La noche era muy lenta. Cuando terminé mi trabajo, y tras asearme ante el fregadero, como siempre, me entró cansancio y desazón. Emprendí otra vez la carrera más desesperada de mi vida. Saciado, necesitaba volver a ser otro y desaparecer por un tiempo. Salí a la calle y tropecé cayendo al suelo y raspándome la rodilla. Me levanté con dificultad. Sentía que mi cuerpo pesaba demasiado. Seguí corriendo hasta llegar a mi refugio. Las fuerzas me abandonaron y volví a caer, esta vez sobre el sofá. Me dormí.

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