Jinquer


Prólogo al nuevo libro de Jinquer: Por tierras verticales. Poemario con poemari, cuya presentación tendré el placer y orgullo de hacer en Castalia Iuris el 4 de abril a las 19h.

Pasión y entrañas son palabras que bien pueden definir esta colección de poemas. 
Creo que la obra poética de Jinquer  ha llegado a un momento de reconocimiento y visibilidad. Luego de recorrer un camino de experiencias distintas, condensado en parte en Paulistas al Poder, Jinquer  se nos aparece con unos versos que demuestran la fuerza de su convicción amorosa por la poesía, hasta el punto que se podría afirmar que, a estas alturas de su devenir, vivir y escribir se antoja una misma cosa para este hombre que parece secarse como una planta sin riego si no se expresa negro sobre blanco.
Este libro aúna en sus líneas todo el lirismo de la poesía de Jinquer, aderezada con los sentimientos más intensos que puede acoger el ser humano: la ilusión del amor, la angustia por la ausencia del amado, la tristeza por la muerte, la desolación por el fracaso, el enojo por la injusticia y la duda, siempre la duda ante la vida.
Es, por tanto, un texto caleidoscópico en el que predominan los colores íntimos. Es el amor el verdadero tema fundamental de la poesía de Jinquer; el amor como impulso y como interrogante, el amor como desamor. No es sorprendente, ya lo sé, incluso se diría que, en general, la poesía es posible sólo con la fuerza que proporciona el movimiento del amor. 
Jinquer, experto en el sabroso amor y el dolido desamor, al menos el lírico (no he indagado otros adjetivos ni facetas de su arte amatoria), está ávido de explorar los lados sombríos de lo que desea, sombríos en cuanto a faltos de luz y claridad, no sombríos por vergonzosos o prohibidos, aunque a veces también sea aplicable este segundo sentido; y está deseoso por indagar aun cuando ese deseo no tenga un nombre preciso y deba ser descubierto, inevitablemente.
En la desdicha de fondo que siempre me parece ver en toda poesía, y que Jinquer pretende cubrir con ráfagas de amor y protesta, no deja de haber una especie de inadecuación. Jinquer es un poeta que intenta comprender y amar lo cotidiano, lo sencillo y hasta lo bizarro, sin embargo ve y distorsiona con lentes potentes las cosas y los seres que lo rodean en favor de una escritura que, más que describir de manera mimética, roza lo real con una escala diferente a la de la exactitud, como si entre las cosas (entiéndase sociedad) y Jinquer hubiera siempre un cristal que le permitiera verlas de otra manera. 
También a veces levemente irónico y otras menos malhablado o airado (aunque travista poemas como canciones de Rock), Jinquer muestra un yo poético atribulado pero sin estridencia ni lamentos exagerados. Es curioso que la ironía esté predominantemente en prosa, como en la lucha de un camarero contra las tragaperras en “Otra salida (y esta vez, con bares por molinos)”, y en cierta medida también en “Promet(e)o” o “Ecos narcilados”; como si la poesía, por íntima, fuera menos adecuada, lo cual explicaría la mezcla de estilos en otras composiciones mixtas como “Reír” o “Marcas”.
Pero, para mí, y quizá por el regusto de la última parte en valenciano, este libro es el de un poeta enamorado como acaso no esperábamos. El amor puede ser descrito, dicho o presupuesto, pero, si algo nos regala Jinquer a modo de decantación, es, en verdad,  una fanfarria de sensaciones que van, como besos, de boca en boca, de labio en labio, de verso en verso. Su voz se esmerila al cantar al amor y la prueba final de esa aporía es escribir como si fuera morder y engullir, volver propio lo ajeno, hacer del otro uno, como el animal que conserva lo que tuvo devorándolo.
De entre todas las cosas que se pueden hacer con el lenguaje: pedir, explicar, insultar, preguntar, contar, aburrir, sonreír, excitar... Jinquer elige construir sentimientos, uno detrás de otro. Los poemas de Jinquer están hechos de sentimientos, de líneas de palabras que se desvanecen al ser leídas para transformarse en otra cosa ya dentro de nuestras entrañas. 
Pero Jinquer también bebe del significado simbólico de sus raíces geográficas, presentes en su propio pseudónimo, en el idioma, no sólo el de los versos finales sino también el de los del principio, y en la aparición del lugar, esa tierra vertical, como huella de las relaciones que se establecen entre personas. Espacio, pero también tiempo, lugares de pruebas e incertidumbres, lugares de memoria, lugares de todo el mundo.
Hay poetas que buscan en sus experiencias enterradas en la profundidad de la tierra una especie de tesoro donde hallen el secreto de la lengua. No es el caso, para Jinquer simplemente existen imágenes que insisten en regresar, aún viniendo de otros países y épocas, y ya no de manera exacta sino transfiguradas. En ese sentido, la experiencia, su recuerdo, su conocimiento, por mínimo que sea, se torna un acontecimiento que reverbera durante toda la vida. Jinquer bucea en el sueño de la evocación, insiste, de manera tenaz, en recordar, porque sabe que allí, en ese territorio líquido y oscuro de la evocación se encuentra la fuente de revelaciones que nunca se agota.
En Jinquer la escritura se convierte en una lucha por dar significado a sus experiencias y saberes. No importa cuán mínima o insignificante parezca esa experiencia. Lo importante es que Jinquer establece de antemano que tiene un significado para él. Y que ese significado ha de encontrarlo y revelarlo, lo que no es tarea nada fácil.
No obstante, en estos poemas, la revelación de ese significado nunca asume, como podría esperarse, la forma de una conclusión general sobre el sentido de la vida. Es más bien al contrario, Jinquer parece confiar en que la sola narración de los hechos o la descripción de sus sentimientos, son suficientes para que el lector mismo encuentre el significado.
Me da la impresión de que a través del rodeo que significa la poetización de sus historias, pensamientos y sentires, Jinquer recupera el espacio mítico de su experiencia vital, que se manifiesta a su vez, y acaso en primer término, como una reverberación en la materialidad misma del idioma. Algunas de aquellas palabras oídas antaño o inventadas recientemente aparecen en sus poemas, configurándose como una de las características de su lenguaje poético. No hay abuso ni mucho menos de este recurso, sino que más bien produce un efecto de lejana resonancia de otra voz en medio de un lenguaje ya de por sí enrarecido a causa de los procedimientos poéticos a que lo somete, al menos para un escritor en prosa y también prosaico como yo. En tal sentido, nada más alejado que una mímesis de la oralidad.
Reconozco de su anterior poemario el ritmo conversacional apasionado pero sin sobresaltos, el corte de verso constante y esperado. En muchos casos, el decir jocoso de Jinquer se salpica de reflexión. No todo lo expresado en sus poemas son chuzas verbales o requiebros festivos, sino que está también la reflexión, a veces mordaz. No quiere usar Jinquer el canto como un puro juego lírico o ameno. Existe en sus palabras amor, dolor y rabia flotando en la intimidad del verso, como si el poeta se impusiera la obligación de ser testigo de la verdad, de la vida, del gozo y también del sufrimiento.
Al escribirlo, Jinquer saca todo eso a la calle, nos lo regala, y al leerlo, lo hacemos nuestro. ¿Qué mejor uso puede tener la poesía? Es en el Canzoniere de Petrarca, en la canzone 126 (“Chiare, fresche, dolci acque”) donde, hacia el final, el poeta reasume la voz para dirigirse a la canción misma, diciéndole en el último invio: 
Se tu avessi ornamenti, quant’hai voglia,
poresti arditamente
uscir del bosco, e gir in fra la gente.

 Canción, si tu fueses tan bella y ornada cómo quisieras,
 podrías, y más que osadamente,
 salir del bosque e irte entre la gente.

Salgan estos poemas del bosque de montones de libros en estantes y catafalcos de librería, y caminen entre la gente. 

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