Él pertenecía a una raza de hombres firmemente decidida a volver a poner a la gente en
su sitio. Él era un hombre masculino. Admiraba a tíos del tipo de Arnold Schwartzenegger,
Bruno Lomas, John Wayne, Atila, Barrionuevo, Clint Eastwood, Keith Richards o Margaret
Teacher. A él le gustaba el olor a
napalm en la selva al amanecer como a Robert Duvall en Apocalypse Now.
Él era un hombre
masculino y en su jeta lucía una marca de cuchillada y una tirita en la ceja
(único sitio donde un hombre masculino puede llevar una tirita). Tenía el
cuerpo tatuado y daba la impresión de haberlo hecho él mismo, con una mano
temblorosa, una vieja navaja mellada, una botella de tinta china y los ánimos
de todos los viejos colegas a lo largo de un fin de semana de desmadre salvaje.
Pero lo que lo
retrataba como miembro de esa raza de valientes y orgullosos seres masculinos,
es que, sin ninguna excepción, despreciaba y arrinconaba al cobarde, salvaje,
ruin, rastrero y mal nacido engendro injusto de la naturaleza que era capaz de maltratar
a una mujer por creer que le pertenece. Y es que él era un hombre masculino porque por
encima de todo creía en la mujer femenina, y también en el hombre femenino y en
la mujer masculina; creía en el hombre y la mujer sin más; creía en la humanidad.
Porque para ser un hombre masculino hay que saber que en la diferencia
individual se cimenta la armonía de la igualdad.
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