(Publicado en Castelló al mes, febrero de 2013)
No sabía muy bien
por qué había acompañado a su marido a aquella cena. Ya se imaginaba que, tras
el café, el muy imbécil se liaría a jugar a las cartas y a beber, ignorándola
totalmente. Afortunadamente, entre los invitados estaba aquel compañero del
trabajo, el eterno solterón con fama de crápula que, probablemente por eso,
tanto le atraía. Sin embargo el susodicho estuvo toda la cena distante, no sólo
con ella, sino también con las otras dos mujeres asistentes, respectivas
esposas de otros sendos colegas laborales de su marido.
Optó por dejar pasar
el tiempo mirando la calle desierta de la urbanización de lujo en la que se
encontraba, desde un gran ventanal de la primera planta de la vivienda.
Mientras, su marido bebía y bebía. Todo acabó cuando, completamente borracho, el
pobre hombre cayó estrepitosamente de la silla quedándose profundamente
dormido. Los tres integrantes masculinos de la reunión, que aún se aguantaban
en pie, lo bajaron hasta el coche y lo sentaron como pudieron en el asiento de
atrás despidiéndose de ella, al tiempo que le aconsejaban que lo dejara dormir
en el auto si a la llegada a su casa no había vuelto a la vida aún. No iba a
ser ella la que lo arrastrara fuera del coche, lo subiera al piso, a la
habitación, y lo acostara a dormir la mona.
Ella se sentó en el
sitio del conductor y fue al abrocharse el cinturón cuando se percató de que su
marido acabaría por los suelos a la primera revuelta de la carretera de montaña
que conectaba el lujoso chalet de la reunión con el centro de la ciudad donde
residían ellos, así que volvió a salir del coche, abrió la puerta trasera y se
arrodilló en el asiento buscando el enganche del cinturón del centro, oculto
bajo el cuerpo amorfo del hombre.
En ese preciso
momento, agachada y forcejeando con aquella masa inerte de carne, sintió unas
manos sobre su trasero.
Enfadada como estaba
con su pareja, le pareció buena idea dejarse hacer. Las manos fueron subiéndole
la falda hasta que sintió el frescor de la madrugada en sus nalgas. Levantó la
cabeza, sin darse la vuelta, hasta ver en frente, en el ventanal donde antes
ella estuvo asomada, a los dos compañeros de trabajo del marido charlando con
sus esposas. Dedujo, por tanto, que el que faltaba, el crápula ligón que tanto
le atraía, era el que estaba jugueteando con su cuerpo. Sabiendo que era aquel
atrevido el que le estaba paseando las manos entre los muslos, se sintió aún
más excitada. Nunca lo hubiera hecho, nunca lo hubiera intentado, nunca lo
hubiera planteado y nunca lo hubiera aceptado, pero estaba pasando, y se estaba
sorprendiendo a sí misma al no protestar ante tamaña villanía. De hecho, cuando
escuchó el sonido de la cremallera del pantalón, lo único que deseaba es que aquello
sucediera cuanto antes.
Apoyó la cabeza
sobre el regazo de su marido y se sujetó bien a él para aguantar los empujones
de su amante furtivo. Cuando terminó se permitió dejar de morder la tela de los
pantalones de su esposo dormido y soltar un gemido mientras arqueaba el cuello
y levantaba la cabeza.
Fue entonces cuando
reconoció al crápula atrevido en el ventanal de la casa. ¿Entonces? ¿Quién era
su desvergonzado amante?
Se volteó incorporándose
lo más rápido que pudo. En la maniobra uno de sus zapatos salió volando hasta
golpear la cabeza de su marido, que más atolondrado si cabe, ni siquiera se
movió. A pesar de todo sólo alcanzó a ver una sombra que se perdía corriendo en
la oscuridad del campo.
La más excitante
experiencia de su vida sería siempre anónima.
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