Sonríe, es lo segundo mejor que
puedes hacer con tu boca
Olía a sangre. Aún antes de traspasar la puerta. Llamé, y como no me
contestó nadie, abrí con la llave que me había dejado en custodia.
Entré. El olor cubría toda la casa. Temía acercarme al salón, pues a
cada paso el hedor se sentía más definido, más fuerte, como si hubieran
desangrado un cerdo en ese momento.
Por primera vez era consciente de que la sangre tiene olor. Olía a
carne combinada con hierro viejo. Extrañamente me atraía por serme familiar,
pero no como la sensación que te pueda quedar tras sangrar por la nariz. Era
otra cosa.
Entonces vi a Javier. Estaba tendido en el suelo
encharcado del salón sobre su lado izquierdo. Desnudo, ensangrentado. Sus manos
atadas por una brida abrazaban sus rodillas. Le habían cruzado el palo de una
escoba por el estrecho hueco que quedaba entre los antebrazos y el doblez de
sus piernas, que quedaban así contraídas hacia su estómago, como en posición
fetal. Sin darme cuenta comencé a silbar Balada para una despedida de
José Luis Perales.
Tras él, tirado en el suelo, una camisa floreada y unos
pantalones cortos que posiblemente conformaban una horrenda combinación
veraniega, a pesar de estar a punto de terminar el mes de octubre. Pensé que
Javier, tras un tiempo viviendo en Alemania, debía de sofocarse con el calor
mediterráneo de Valencia. De todos modos no podían verse bien los colores
porque estaban totalmente empapados en linfa. Parecía como si se hubiesen
derramado litros de plasma sobre todo el cuerpo.
Me acerqué a su rostro, espanté las moscas y comprobé que
era él a pesar de que le habían cortado las orejas y la nariz. Un gran tajo
cruzaba su garganta. Pero la mayor parte de la sangre estaba detrás, recogida
con su ropa, porque le faltaba parte de las nalgas. Me agaché y comprobé que,
pegado por la sangre a los restos de lo que fue su mullido trasero, incrustado
entre sus posaderas mutiladas, se encontraba su propio pene. Siempre había
pensado que si podías confiar en algo, eso era en tu polla, porque seguro que
ella nunca acabaría dándote por el culo. Pues me equivocaba.
El rastro bermellón que difícilmente contenían sus ropas continuaba
goteante hasta la pequeña cocina. Sobre la encimera, teñida también de rojo, se
veía una cebolla a medio cortar, una botella casi vacía de aceite de oliva
virgen y un salero. Sobre el fogón apagado, una sartén con restos de cebolla
pochada y flujo coagulado. A Javier le habían cortado el culo, habían rehogado
su sangre con cebolla y sal, y todo parecía indicar que seguramente se lo habían
comido. Sonreír es lo segundo mejor que puedes hacer con tu boca, lo mejor es
comer.
Ese era el olor familiar, el de una buena sangre frita con
cebolla, hecha a fuego lento durante un mal cuarto de hora. Miré la sartén y la
verdad es que al cocinero no se le había pegado nada.
Volví al salón. El
ordenador portátil estaba destrozado. Cogí todos los papeles rotos de la
papelera y los que pude de entre los que encontré esparcidos por el suelo, parecían
partituras pero eran difíciles de reconocer porque estaban parcialmente tapados
por charcos de humor rojo, botellas rotas, adornos destrozados, vasos, plásticos... Muchos folios
estaban regados por los líquidos inidentificables que debieron estar
custodiados en las ampollas ahora desperdigadas.
Recordé por qué estaba allí. Javier me había dejado la llave de su casa
para que le fuera revisando el correo. A
la proximidad de mi casa respecto de su estudio se unía nuestra relación de
amistad. Entonces vi la caja de música, milagrosamente intacta sobre la mesa. La
cogí.
Salí de de la casa. En la calle llovía y el agua volvía más penetrante
el hedor. El persistente olor a sangre se mantuvo en mi olfato hasta mucho
tiempo después de estar en contacto con el cadáver. Fue entonces cuando avisé a
la policía de forma anónima.
Era consciente de que
comenzaba a cumplirse el teorema de Ginsberg: 1. – No puedes ganar. 2. – No
puedes empatar. 3. – Ni siquiera puedes abandonar el juego.
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