Columna del mes de mayo publicada en el periódico Castellón al mes
Tengo
un pelo en la ceja izquierda que a veces se rebela contra la dirección de sus
compañeros y se alza, amenazante,
perpendicular a mi cara. Yo soy muy cuidadoso para estas cosas y me
gusta eliminar los pelos que crecen como la mala hierba o que no muestran la
docilidad propia de su función estética. Es un ritual que cumplo sin
desgana, incluso con agrado, por lo menos dos veces por semana, comenzando con
unas tijeritas hechas para tal menester y terminando, en ocasiones, con un par
de pinzas, obviando el dolor en pro de la correcta y apreciada socialmente
simetría facial. A veces, el pelo en cuestión se convierte en líder,
arrastrando a otros de menor rango y tamaño en su desafío al peine opresor.
Entonces actúo sin piedad. Uno por uno veo esas malas hierbas pequeñas caer en
el lavamanos y luego irse por el desagüe, arrastrándose hacia algún lugar
desconocido, quizá hasta el fondo del mar donde serán alimento de los
peces. Es mi contribución al gran círculo de la vida. El otro día, durante
mi expurgue de cada dos semanas, me di cuenta de algo que me había pasado
desapercibido antes. No eran pelos rebeldes en mi ceja. Eran personas
diminutas que vivían en los pelos como una tribu arcaica del Amazonas. Las
corté con las tijeras y entonces oí lo que parecía un lamento muy bajito.
Llanto de diminutos. No podía entender
lo que decían pero estoy bastante seguro, dado el contexto de la
situación, de que estaban quejándose. Pensé en añadir el ruido del agua
del grifo para ahogar sus gritos y de paso sus cuerpos. Pero no me atreví
a hacerlo. No habían hecho nada malo, aparte de ser mis inquilinos. Cierto
es que tampoco me pagaban alquiler. Pero ¿qué podían pagarme que no fuera el
dinero pequeño que debían poseer en sus pequeños bolsillos? Decidí pasarme el
peine por la ceja, uno de púas estrechas contra los piojos. Lo hice suavemente,
arrastrado a aquellos pequeños habitantes faciales hasta el lavabo de cerámica,
dónde luchaban contra la pendiente, estirando sus brazos para no resbalarse,
aferrándose a la vida. Hice un sincero esfuerzo para no hacerles daño,
pero incluso el más leve contacto era un duro golpe para unas criaturas del
tamaño de una mini hormiguita. Sin microscopio o lupa a mano, tenía que confiar
en mi ojo miope para verlos. Les acerqué una punta de la toalla para que se
cogieran allí, y luego llevé la tela lo más cerca de mi rostro que pude para
así obtener una mejor visión de mis desahuciados inquilinos. Aún así no
podía distinguir los rasgos distintivos de sus caras. Todos se veían como
pequeños folículos pilosos con bracitos y piernitas. Pero podía oír sus
gritos, y juro que incluso los vi reunirse alrededor de sus amigos caídos para
guardar un momento de silencio. Entonces, desde el pasillo oí a mi mujer que me
llamaba. Me preguntaba si iba a tardar mucho todavía. Improvisé, pues no
soy persona proclive a la religiosidad, una oración silenciosa por los
vencidos, dejé la toalla sobre el lavabo y estudié a los pequeños que seguían
vivos. ¿Podría realmente vivir tras matar a todos los diminutos sólo por
el hecho de estar mínimamente guapo? Mi mujer volvió a
llamarme. Sabiendo que ella no lo entendería, me encogí de hombros, tomé
un trozo de papel higiénico y rápidamente aplasté a los supervivientes. Los
lancé al inodoro y tiré de la cadena con la esperanza de que mis pequeños
compañeros creyeran en la reencarnación. Y me fui a cenar con mis cejas
perfectamente simétricas.
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