Pintando a la música es una experiencia plástica de Lorenzo Ramírez a partir de
la interpretación musical de José Enrique Bouché, un proyecto de la Delegación del
Consell en Castellón, que dentro de la serie de exposiciones itinerantes Nómadas tengo la suerte de comisariar.
Expuesta en la Casa dels Caragols de Castellón y la biblioteca de Nules, en estos momentos está en la Casa de Cultura de Onda, desde donde viajará a la Vilavella, La Balma o Peníscola en los próximos meses.
Un día le propusieron a
Lorenzo Ramírez un ejercicio de sinestesia a ritmo de la música de José Enrique
Bouché. Le propusieron un soundpainting; una forma de pintar el sonido
con gestos personales; la expresión de un estímulo de naturaleza perceptual;
unir dos modalidades de arte de una forma adecuada y en un espacio apropiado
generando un gran poder sinérgico; traducir artes intraducibles; que la música
pudiera verse en planos pictóricos que subrayasen la luz y la profundidad; que
la pintura pudiera ser escuchada como una totalidad de trazos; que la forma en
que estuvieran colocados los colores sobre la tela recreara un ritmo musical;
que la armonía de colores fuera acorde sonoro; que la cercanía entre un
amarillo y un verde fuera como la que hay entre un do y un re; crear tensiones
y disonancias en la lucha de las pinceladas por controlar el espacio; que la
luz y la intensidad de los tonos se tradujeran en colores tranquilos creando
consonancias y que, finalmente se resolviera todo en una sola, como un acorde
de dominante acaba en tónica. Le propusieron a Lorenzo Ramírez pintar una
sinfonía. Y Lorenzo Ramírez tejió en cada una de sus pinceladas la rapsodia
inabarcable del arte pictórico y musical en una misma danza coral.
No podemos ver la música
al igual que no es posible escuchar la pintura. Tampoco la dimensión que ocupan
es la misma: al menos en parte, pues mientras en la música el factor tiempo es
imprescindible para interpretar y escuchar una composición, en la pintura, como
un arte eminentemente espacial, el tiempo no es tan importante, lo es el
espacio. El compositor, utiliza los sonidos como el pintor los colores, y los
relaciona entre sí para formar una totalidad controlada, con la que juega con
el tiempo. El espectador es dueño del tiempo pictórico y esclavo del
acontecimiento auditivo. Existe, evidentemente, un abismo técnico entre ambas
disciplinas.
No hemos tratado de
ahondar en los efectos emocionales, fisiológicos y psicológicos del color y en
cómo relacionarlos con los mismos efectos de la música y viceversa. Lo que
hemos buscado es experimentar otro fenómeno que, si bien pertenece también al
mundo sumamente interesante pero impreciso de las sinestesias, consiste
simplemente y complicadísimamente también en el acto de pintar a la música, no
pintar música (sin la a) es decir, pintar bajo la influencia de la música que
estamos escuchando, pintar a la manera musical. Actividad ésta muy común pero
pocas veces resuelta afortunadamente, en la que se pretende expresar un
estímulo de cierta naturaleza perceptual a través de un medio propio de otra
modalidad.
Me imagino como Lorenzo
Ramírez cierra los ojos y siente la premonición de los sonidos cromáticos, cómo
la armonía acústica se convierte en colores y tonalidades, generando una
dialéctica entre pinceles e instrumentos, representación pictórica de las
melodías, búsqueda de la materialización de una visión a través del oído.
Miren los cuadros
resultantes y pregúntense: si son obras inspiradas en la música, porqué son tan
claras, porqué son de lectura, no sé si fácil, pero sin duda ordenada. Pues es
precisamente porque son música, y la música es lógica, y la pintura es armonía
y contrapunto. La virtud en el arte está en la razón, sólo que ésta va
engalanada por el genio, pero siguiendo siempre un paso necesario, contenido
por las leyes superiores. Ni el pintor ni el compositor se mueven en un espacio
físicamente tridimensional. Su espacio es bidimensional. Lorenzo Ramírez controla
un espacio plano y limitado, la tela. El compositor o el músico controla el
tiempo, también limitado, que se mueve, no en profundidad, sino de forma
lineal. Podríamos decir que la música se mueve como el texto, de izquierda a
derecha. Pues lo cuadros de Lorenzo se leen igual, de izquierda a derecha y de
arriba a abajo. Lorenzo conquista así también el tiempo, pues el espectador va
deteniéndose en la lectura en los puntos que son más complejos, mientras
acelera la mirada en las partes planas.
Cuando nos acercamos a
los colores de Lorenzo Ramírez podemos imaginarnos su pincel al
compás del acorde: verde claro, verde oscuro, rosas, azules y turquesas,
variaciones de un mismo tema musical presentado sucesivamente en mi bemol
mayor, en do menor, en sol mayor,
en re mayor. Música y pintura. Pintura y música. Pintura que se
lee. Mejor aún, pintura que se interpreta, como una partitura. Como la
partitura que representa.
Lorenzo Ramírez,
inspirado por lo que le sugieren los sonidos de José Enrique Bouché, pinta
cuados vivos que respiran y sienten, sufren y gozan. Pintar con maestría y que
en ésta, el artista dibuje un caballo o un caballero, no es difícil de lograr;
pero, pintar un sentimiento es algo tan difícil que, al lograrse, merece un
verdadero reconocimiento. Observando estos cuadros mientras escuchamos la
música, sintiendo sus delicados movimientos, nos sabemos seres humanos, y
sentimos que en algún momento de nuestras vidas, somos parte de una misma
humanidad.
Pintar para Lorenzo es un
impulso, una necesidad, como cuando la mayoría de personas respira o come. La
pintura de Lorenzo Ramírez no trata necesariamente de comunicar una idea a
través de su trabajo. La mayoría de veces intenta sacar de su mente una imagen
o sentimiento porque si no lo hiciera, probablemente sus pensamientos le
perseguirían. Ahora pónganle, como si fuera un acelerante en un incendio, a
José Enrique Bouché interpretando a su lado, y la explosión de pintura es
inevitable.
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