Tres piratas de aspecto salvaje han abordado mi casa y, sable
en mano, me exigen que escriba un cuento de gatos.
Los ignoro y, según suelo
hacer los domingos, escribo una sencilla historia de piratas.
Dejo a la
elección del lector que escoja a quién he engañado, si a los piratas o al
propio lector, argumentando en mi descargo que el sable era tremendo.
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