Muchas personas se asombran por el alto intelecto mostrado
por algunos niños superdotados. Todos hemos oído hablar de pequeños genios que demuestran
habilidades que ni siquiera se podrían esperar de la mayoría de los profesores
universitarios. Niños prodigios a partir de 5 años son capaces de recitar
de memoria todos los números primos divisores de 327.539.178.013. En dos
segundos. O cantar a ritmo de bolero todas las palabras de Los hermanos
Karamazov que en swahili comenzarían con Ng-. O dirigir una orquesta
sinfónica con tal excelencia que Karajan se ahorcaría en el bosque. Parece
indiscutible que estos niños deben poseer una inteligencia por encima de la media.
Pues no. Mi teoría es que tienen suerte. Eso sí, una suerte que te cagas, una
potra increíble. Estadísticamente es posible adivinar los títulos de todas las
pinturas de Rembrandt por pura chorra. Se trata de ir probando. No es
inconcebible que uno pueda tocar Clair de Lune como un graduado del
conservatorio con sólo presionar las teclas de forma aleatoria. Tampoco es
matemáticamente irrealizable que uno pueda recitar todos los poemas de T.S.
Elliot en sánscrito sólo probando a hablar sin sentido en un idioma inventado y
esperando un milagro. Estadísticamente, matemáticamente, no es imposible. Debemos
darnos cuenta y aceptar, por lo tanto, que ciertas personas pueden tener
mogollón de suerte desde la infancia, y no por ello ser niños prodigios. A
lo mejor se les puede llamar superdotados, porque tal suerte es sin duda un
gran regalo, pero no debemos pensar que son extraordinariamente inteligentes. Algunas
personas simplemente tienen una flor en el culo. Las leyes de la
probabilidad a veces funcionan así. La
premisa de Colvard dice que la probabilidad de que ocurra cualquier cosa es del
cincuenta por ciento. O sucede o no.
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